De todos es sabida la rivalidad que existió entre dos de los
más grandes escritores del Siglo de Oro español: Francisco de Quevedo y Luis de
Góngora.
Este antagonismo por su forma de entender la poesía derivó en
una profunda enemistad personal que acabó en un episodio cruel por parte de
Quevedo hacia el poeta cordobés.
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Luis de Góngora, retrato de Velázquez |
Historia de una enemistad
Dos
corrientes estéticas protagonizan la literatura española del Barroco: el
conceptismo y el culteranismo, cuyos máximos representantes fueron Quevedo y
Góngora, respectivamente.
El caso
es que esta divergencia literaria llevó a estos dos grandes escritores a
dirigirse constantemente pullas y a profesarse un gran encono que llevaron al
terreno personal.
No se
sabe bien ni cuándo ni quién comenzó el enfrentamiento personal. Hay quien dice
que este pique comenzó a fraguarse en 1600
cuando la Corte se encontraba en Valladolid. En aquellos días, un joven
Quevedo, para darse a conocer y hacerse algo de publicidad, publicó una serie
de ácidos versos ridiculizando al poeta cordobés. A partir de entonces, ambos
escritores no pararon diariamente de insultarse.
Los dos eran maestros de la sátira y se dedicaron múltiples
lindezas como el conocido y popular soneto de
Quevedo a Góngora que comienza diciendo:
“Érase un hombre a una nariz pegado
(alusión al prominente apéndice nasal de éste), érase una nariz superlativa,
érase una nariz sayón y escriba, érase un peje espada muy barbado…”... o
esta otra copla donde dice:
“Yo te untaré mis obras con tocino porque no te
las muerdas, Gongorilla, perro de los ingenios de Castilla, docto en pullas
cual mozo de camino…”.
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Quevedo, retrato de Velázquez o Van der Hamen |
Por su
parte Góngora no se echaba atrás y le respondía con letras como estas: “…Con
cuidado especial vuestros antojos, dicen que quieren traducir al griego, no
habiéndolo mirado vuestros ojos…”. O bien, en alusión a los pies zambos de
Quevedo:
“Anacreonte
español no hay quién os tope, que no diga con mucha cortesía, que ya que
vuestros pies son de elegía, que vuestras suavidades son de arrope…”.
Sin
embargo, y en honor a la verdad, fueron muchas más las pullas del deslenguado
Quevedo hacia Góngora que a la inversa.
El
barrio de los artistas
En la Baja Edad Media, lo que hoy se conoce como la Calle de
las Huertas y el Barrio de Las Letras, era un terreno agrario del Marqués de
Castañeda donde abundaba un fértil terreno agrario gracias a las aguas de los
numerosos regueros que discurrían por allí y que desembocaban en el arroyo del
Paseo del Prado.
Al
convertirse Madrid en el capital del reino en el siglo XVI, lo que hasta
entonces había sido un camino entre sembrados, pasó a ser una calle bautizada “de
las Huertas” que, hoy en
día, perdura y que, durante siglos, le dio nombre al barrio en el que empezó a
crecer un vecindario variopinto.
Poco a poco, escritores, cómicos y actores de la Villa, la mayoría bastante faltos
de recursos económicos, y prostitutas empezaron a ocupar los edificios que iban
levantándose por allí.
La flor y nata de los
literatos del Siglo de Oro, como Quevedo, Lope de Vega, Cervantes o Góngora, que
ahora dan nombre a sus calles, fueron los inquilinos en algún momento de sus
vidas de esas casas mayoritariamente lóbregas y frías, y allí nacieron,
crecieron y se desarrollaron muchas de sus obras maestras.
Un desahucio anunciado
Luis de Góngora, canónigo él, era aparte de poeta un hombre
de “buen vivir”, amante del lujo, los naipes y la tauromaquia, llegándosele a
reprochar frecuentemente lo poco que dignificaba los hábitos eclesiásticos.
Jovial, sociable y hablador, su figura fue adquiriendo fama y
prestigio con su pluma hasta el punto de que Felipe III le nombró capellán real en 1617. Para
desempeñar tal cargo, comenzó a vivir en la Corte.
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Barrio de Las Letras |
Pero se cuenta que Góngora, además de su vida disoluta y sus
muchas excesos, intentó conseguir cargos y prebendas para casi todos sus
familiares, previo pago de sus buenos dineros, motivos que le llevaron a la
ruina en los últimos años de su vida.
Fue entonces cuando el poeta cordobés perdió su casa,
trasladándose al barrio “de las huertas”. Allí alquiló un piso (en la que hoy
es calle de Quevedo) que según sus propias palabras “en tamaño es dedal, y en el
precio, plata”.
El
inmueble donde alquiló Góngora era propiedad de un noble amigo de Quevedo, que
por aquellas fechas hizo una pequeña fortuna en Italia, lo que le llevó, dada
su rivalidad con el cordobés y a sabiendas de que estaba en bancarrota, a
adquirir el dicho inmueble a la espera de que no pudiera pagar el alquiler
para, en venganza, y como propietario que era ya, denunciarlo a las autoridades
y que le pusieran de patitas en la calle.
Y así
fue. En
pleno invierno del año 1625, Quevedo aprovechó el primer impago del alquiler de
Góngora para desahuciarle.
Al ya anciano y
enfermo Góngora, entonces de 64 años, no le quedó más remedio que abandonar la
casa. Al año siguiente, perdida incluso la memoria, marchó a Córdoba, donde
murió de una apoplejía en medio de una extrema pobreza en 1627.
Cuenta la leyenda que, no contento con el desahucio
Quevedo acudió junto a la patrulla de soldados para reírse en persona
de la desgracia de su enemigo y gritar a los cuatro vientos que tendría que
desinfectar y “desgongorizar” la finca.
Es más, Quevedo tampoco acabó con eso su venganza y aún le dedicó a Góngora
un epitafio satírico:
Este que, en negra tumba, rodeado
de luces, yace muerto y
condenado,
vendió el alma y el cuerpo
por dinero,
y aún muerto es garitero;
y allí donde le veis, está
sin muelas,
pidiendo que le saquen de
las velas.
Ordenado de quínolas
estaba,
pues desde prima a nona
las rezaba;
sacerdote de Venus y de
Baco,
caca en los versos y en
garito Caco.
La sotana traía
por sota, más que no por
clerecía.
Hombre en quien la
limpieza fue tan poca
(no tocando a su cepa),
que nunca, que yo sepa,
se le cayó la mierda de la
boca.
Éste a la jerigonza quitó
el nombre,
pues después que escribió
cíclopemente,
la llama jerigóngora la
gente.
Clérigo, al fin, de
devoción tan brava,
que, en lugar de rezar,
brujuleaba;
tan hecho al tablarejo el
mentecato,
que hasta su salvación
metió a barato.
Vivió en la ley del juego,
y murió en la del naipe,
loco y ciego;
y porque su talento
conociesen,
en lugar de mandar que se
dijesen
por él misas rezadas,
mandó que le dijesen las
trocadas.
Y si estuviera en penas,
imagino,
de su tahúr infame
desatino,
si se lo preguntaran,
que deseara más que le
sacaran,
cargado de tizones y
cadenas,
del naipe, que de penas.
Fuese con Satanás, culto y
pelado:
¡Mirad si Satanás es
desdichado!
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