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EL NÚMERO PI: UN VIAJE A TRAVÉS DE LA ETERNIDAD MATEMÁTICA

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 El número π (pi) es uno de los conceptos matemáticos más enigmáticos y fascinantes que existen. Este número irracional ha cautivado a matemáticos, científicos y filósofos durante milenios, ya que representa no solo una constante matemática fundamental, sino también un símbolo de los misterios del universo y la naturaleza misma de las matemáticas.  ¿Qué es el número Pi? Pi es la relación entre la circunferencia de un círculo y su diámetro. Esto significa que, sin importar el tamaño del círculo, la longitud de la circunferencia siempre es aproximadamente 3,14159 veces el diámetro. Esta relación se simboliza con la letra griega π y se conoce desde la antigüedad, aunque su precisión y comprensión han avanzado a lo largo de los siglos. El número Pi es un número irracional , lo que significa que no puede expresarse exactamente como una fracción simple. Además, su expansión decimal es infinita y no periódica , es decir, sus dígitos no siguen ningún patrón repetitivo, lo que añade una capa d

CARLOS II, EL REY QUE SE CREYÓ HECHIZADO

Carlos II, llamado «el Hechizado» fue el último monarca de la Casa de Austria en España. Tras su muerte sin descendencia reinaría la Casa de Borbón, procedente de Francia.

Al final de su reinado se extendió la creencia de que el monarca era objeto de un maleficio, idea que llevó a someterlo a exorcismos que terminaran con su mala salud y le permitieran engendrar un heredero

Carlos II 
Semblanza de un rey enfermo 

Cuando murió Felipe IV, su único hijo varón vivo en ese momento, Carlos II (1661-1700), fue proclamado rey de España (1665) cuando contaba tan sólo cuatro años de edad.

Pero el pequeño Carlos era un niño enfermizo, mostrando siempre una salud precaria. De hecho, hasta los seis años no pudo caminar, y a los nueve lo hacía con dificultad.


Pero intelectualmente tampoco daba para mucho. Su mala salud (su madre, Mariana de Austria, temerosa de cualquier percance, evitaba que practicase esgrima, equitación o cualquier actividad física) hacía temer lo peor, que muriese pronto, por lo que su educación pasó a un segundo plano. Se dice que a los nueve años hablaba torpemente, no sabía leer ni escribir y sólo podía contar hasta cien.




Su educación se encomendó a teólogos (mantuvo durante tiempo correspondencia con Sor Úrsula Micaela Morata, mística alicantina, para pedirle consejo), pero nunca estuvo centrada en conocimientos políticos y, por tanto, nadie le preparó adecuadamente para las tareas de gobierno.


No sólo fue un niño enfermizo, sino solitario, tampoco disfrutó de juegos en compañía de otros niños en el sombrío Alcázar de Madrid.

Parece que Felipe IV  fue consciente desde el principio de las limitaciones de su pequeño hijo y heredero, por lo que estableció la regencia de su esposa, Mariana de Austria. Con el tiempo, se hizo patente que el autoritarismo de esta anuló por completo toda capacidad de decisión de su hijo Carlos. Por su parte, la reina se confió a sus validos (el jesuita Nithard, y después a  Fernando de Valenzuela) con la oposición de la nobleza, que se canalizó a través de Juan José de Austria (hijo bastardo de Felipe IV) quien entró en Madrid en 1677 apartando a la reina de la corte. Pero este moriría dos años más tarde, por lo que Mariana de Austria volvió a hacerse cargo de la regencia.


A los dieciocho años de edad Carlos es casado en primeras nupcias con María Luisa de Orleáns, sobrina de Luis XIV de Francia. La reina nunca estuvo enamorada del rey, pero si parece que le apreció. Tras diez años de convivencia, finalmente, y sin haber podido tener descendencia (la reina llegó a realizar peregrinaciones y a venerar reliquias sagradas), María Luisa de Orleáns muere en 1789. El rey se sume en una profunda depresión.

María Luisa de Orleans
El estado de Carlos, a los veinte años, era tan lamentable físicamente, que impresionaba a cuantos lo veían. El nuncio papal en una de sus visitas a la corte lo describió así: “El rey es más bien bajo que alto, no mal formado, feo de rostro; tiene el cuello largo, la cara larga y como encorvada hacia arriba; el labio inferior típico de los Austria; ojos no muy grandes, de color azul turquesa y cutis fino y delicado. El cabello es rubio y largo, y lo lleva peinado para atrás, de modo que las orejas quedan al descubierto. No puede enderezar su cuerpo sino cuando camina, a menos de arrimarse a una pared, una mesa u otra cosa. Su cuerpo es tan débil como su mente. De vez en cuando da señales de inteligencia, de memoria y de cierta vivacidad, pero no ahora; por lo común tiene un aspecto lento e indiferente, torpe e indolente, pareciendo estupefacto. Se puede hacer con él lo que se desee, pues carece de voluntad propia”.



 El problema sucesorio

Pero tampoco en esta ocasión llegaba el heredero, y eso que Marina de Neoburgo se la había escogido por tener una familia prolífica (su madre había tenido veinticuatro hijos). En esta situación (la reina simuló hasta doce embarazos terminados en aborto), se formó una compleja red de intrigas palaciegas en torno a la sucesión, sobre todo de los embajadores franceses y austriacos, principales candidatos al trono español si faltaba el heredero.

En las disputas por la sucesión de la corona española, Mariana siempre apoyó las pretensiones de su sobrino, el archiduque Carlos de Austria, hijo de su hermana mayor Leonor de Neoburgo y del emperador Leopoldo I.

Exorcismos

Mientras en la corte se intrigaba por la sucesión para decantar el testamento del soberano a favor de uno o de otro candidato extranjero, la salud del rey empeoraba día a día en sus últimos años. Padecía desarreglos gástricos, temblores convulsivos, pérdidas de sentido y otros achaques a los que los médicos no lograban poner término.

Mariana de Neoburgo
Pero además, su incapacidad para engendrar un sucesor no sólo lo había hundido en la angustia, sino que había contribuido a convencerlo de que era víctima de una conjura diabólica para que a su muerte quedara vacante el trono español.

Estaba melancólico, temeroso y asustadizo de las tentaciones del diablo, nada lograba distraerlo y se mostraba inseguro si no estaban a su lado su confesor y dos frailes, a quienes parece ser hacía acostar en su dormitorio todas las noches.

Según un embajador francés, durante los últimos años el rey se encontraba en estado muy precario: «Su mal, más que una enfermedad concreta, es un agotamiento general».

Así, en este estado de cosas, fue tomando cuerpo la cuestión de los hechizos del rey (cuestión en la que al parecer estaba involucrada la esposa del rey). Poco a poco se había abierto paso la idea de que la decaída salud de Carlos II se debía a una actuación diabólica, hasta el punto de que ello se trató en el Consejo de la Inquisición, que sobreseyó el asunto por falta de pruebas.

Pero el monarca supo a qué se atribuía su estado físico, y en enero de 1698 recibió en audiencia secreta al inquisidor general, el dominico Juan Tomás de Rocabertí, y le rogó que se aplicara a descubrir si estaba hechizado.

Rocabertí expuso al Consejo de la Inquisición lo que le había sugerido el rey, pero los consejeros estimaron que no había pruebas de actuación maléfica, por lo que no cabía someter al monarca a rituales que sólo podían perturbar su paz de espíritu y la tranquilidad de la corte.

Pero Rocabertí no se quedó satisfecho y ordenó conjurar al demonio y preguntarle si los soberanos estaban maleficiados. Con ello no sólo actuaba a espaldas del Consejo de la Inquisición, sino que contravenía las disposiciones canónicas, que prohibían interrogar al demonio espontáneamente. El diablo “respondió” por medio de unas monjas exorcizadas que el rey estaba doblemente ligado por obra maléfica: para engendrar y para gobernar.

Esta complicada situación se enrarecería aún más con la muerte de Rocabertí, en junio de 1699. Carlos II eligió como nuevo inquisidor al cardenal Alonso de Aguilar (en contra de la voluntad de Mariana de Neoburgo, quien tenía otro candidato al puesto), a quien manifestó: «Muchos me dicen que estoy hechizado, y yo lo voy creyendo: tales son las cosas que dentro de mí experimento y padezco. Y pues seréis presto nuevo inquisidor general y haréis justicia a todos, hacédmela a mí también, descargando de mi corazón esta opresión que tanto me atormenta».

Felipe V
No era de extrañar que el rey se convenciera de que era objeto de artes maléficas, pues por mediación de Rocaberti a él y a su esposa se les habían aplicado varios exorcismos desde que “habló” el diablo por boca de las monjas poseídas.

El nuevo inquisidor y el confesor del rey acudieron a un nuevo personaje para este delicado tema de acabar con sus dolencias y su esterilidad en vista de que los médicos no eran capaces de ello: Mauro Tenda, un capuchino de Saboya y afamado excorcista, quién le sometería desde junio de 1699 a varias sesiones de excorcismo. Después de estas, el fraile concluiría que el rey no estaba endemoniado, sino hechizado.

Y así, entre hechizos, contrahechizos y encantamientos, Carlos II, último monarca de la Casa de Austria en España, abandonó este mundo el primero de noviembre de 1700 a los 38 años de edad sin que nada ni nadie pudo prolongar su vida ni conseguir que engendrara un heredero, por lo que estallaría entonces la guerra de Sucesión por el trono español, que finalmente ganó el candidato francés quien reinaría con el nombre de Felipe V de Borbón.

Según el médico forense, el cadáver de Carlos «no tenía ni una sola gota de sangre, el corazón apareció del tamaño de un grano de pimienta, los pulmones corroídos, los intestinos putrefactos y gangrenados, tenía un solo testículo negro como el carbón y la cabeza llena de agua».

El rey que se creyó hechizado, por fin ya descansó en paz.


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