En el siglo XVI , cuando la monarquía española se hallaba en la cumbre de su poder y sus dominios se extendían por los cuatro continentes, para Felipe II se tomó posesión de unas islas del Pacífico que fueron bautizadas como Filipinas en su honor.
Tres siglos después, sumida en constantes luchas internas, España se afanaba por preservar un añejo imperio ultramarino del que sólo quedaba Cuba, Puerto Rico y Filipinas.Durante un año, 50 españoles iban a protagonizar en un pequeño pueblo filipino la única victoria del Desastre de 1898: fueron los llamados “los últimos de Filipinas”.
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Los últimos de Filipinas en la recepción a su llegada a Barcelona en 1899 |
La guerra de Filipinas
A mediados de los años 90,
estallaron sendas rebeliones por su independencia en las colonias españolas de Cuba (1895) y Filipinas (1896).
El Gobierno español, animado por la opinión pública, el respaldo del Congreso y las exigencias de los españoles establecidos en los dos territorios, respondió con el envío de tropas.
En ese contexto de expansión colonial estadounidense, y escudándose en el equilibrio internacional, los británicos preferían que Filipinas cayese en poder de EEUU en vez de Alemania o Francia. Así las cosas, si la lucha contra los rebeldes filipinos era difícil, pero según expertos, posible, la defensa del archipiélago frente al ataque de una potencia como Estados Unidos apoyada por Gran Bretaña (Londres permitió que la flota del almirante George Dewey se aprovisionase en Hong-Kong, comprase barcos y hasta reclutase personal para las tripulaciones e impidió que una flota española, la Escuadra de Reserva, acudiese al Pacífico al prohibir su paso por el canal de Suez), era casi imposible.
En Filipinas, una parte de la población tagala comenzó en 1896 una sublevación que España trató de controlar con la fuerza de las armas. En la isla de Luzón, la mayor del archipiélago, las tropas españolas arrinconaron a los rebeldes, encabezados por Emilio Aguinaldo. Superado militarmente, Aguinaldo llegó a un acuerdo para abandonar las armas en 1897 y fue deportado a Hong Kong. Cuando las autoridades españolas creían controlada la situación, Estados Unidos declaró la guerra a España y desembarcó en mayo del 98 a Aguinaldo en la bahía de Manila para reactivar a insurgencia.
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Saturnino Martín Cerezo |
Pocos meses después, España perdería a manos norteamericanas Cuba, Puerto Rico y el archipiélago filipino.
El sitio de Baler
La guerra en Filipinas había acabado. Sin embargo, medio centenar de soldados españoles, sin saber que el conflicto ya había terminado, resistieron durante casi un año en un pequeño pueblo de Luzón, a unos 230 kilómetros de Manila, llamado Baler.
Baler contaba con una población de 1.700 habitantes y fue escenario, a finales de 1897, de una violenta escaramuza entre las tropas españolas y los rebeldes tagalos. Allí tuvo que emplearse una fuerza de 400 hombres para restablecer el control español y pacificar el territorio. Cuando todo quedó en calma las columnas de socorro se retiraron, pero desde Manila se envió un nuevo destacamento de 50 soldados para mantener el orden.
Iniciada la guerra hispano-estadounidense, las partidas rebeldes estaban de nuevo activas en la región. Baler quedó incomunicada por tierra, por lo que en su momento no llegó la noticia de la destrucción de la flota española en Cavite ni del cerco de Manila.
La guarnición temía que en cualquier momento los rebeldes lanzaran un ataque a gran escala, sin embargo, el 27 de junio la población amaneció desierta lo que aprovecharon los españoles para convertir la iglesia en un fortín capaz de resistir un asedio en toda regla a la espera de la ayuda desde Manila.
La iglesia de Baler era un pequeño edificio rectangular de 30 metros de largo por 10 de ancho, con una casa parroquial adosada. Sus muros, de metro y medio de grosor, eran sólidos, aunque una parte era de mampostería. Los soldados convirtieron el campanario en puesto de observación, excavaron dos trincheras ante los portalones principales, inutilizaron el resto de entradas y transformaron las aberturas en aspilleras desde las que disparar al enemigo. Tras introducir provisiones, fabricaron un horno de pan y excavaron un pozo para obtener agua.
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Virgil de Quiónes con Martín Cerezo y un asistente |
La guarnición la formaban 50 militares (el capitán De las Morenas, los tenientes Juan Alonso Zayas y Saturnino Martín Cerezo, el oficial médico Rogelio Vigil de Quiñones y 46 soldados) a los que se unieron después el párroco y otros dos religiosos más.
Al día siguiente, los rebeldes les informaron de la derrota sufrida por la flota española frente a la estadounidense y les instaron a rendirse (fue la primera de las nueve tentativas de negociación). Todo fue inútil. Durante los 337 días que duraría el asedio, los defensores del fortín de Baler se negaron a creer la noticia de la derrota de su ejército.
Un año encerrados
Al principio, los insurgentes se dedicaron a tirotear intensamente la iglesia mientras esperaban refuerzos para iniciar un asalto decisivo. Los filipinos eran más numerosos y dominaban bien el terreno. Eran temidos por sus "bolos" o cuchillos largos, pero disponían de escasos fusiles. Un cañón de pequeño calibre tampoco supuso una amenaza insalvable para los sitiados.
Los filipinos también utilizaron tácticas de guerra psicológica para minar la moral de los asediados: les impedían dormir con ruidos de todo tipo; hacían cantar a las mujeres para recordarles los placeres a los que debían renunciar o mostraban a muchachas desnudas que les hacían gestos lascivos.
A finales de julio, llegaron a Baler varias columnas insurgentes que solicitaron de nuevo la rendición, a lo que el capitán De las Morenas respondió: "La muerte es preferible a la deshonra". Los ataques continuaron a lo largo del verano, pero sin gran eficacia.
Durante todo el asedio los españoles sólo debieron lamentar dos muertos por heridas de bala, mientras que por su parte causaron unas 700 bajas a los atacantes, entre heridos y fallecidos. En realidad, la mayoría de bajas españolas se debieron a las enfermedades (de los 19 muertos, 12 lo fueron por el beriberi, tres por disentería, dos por fuego enemigo y dos fusilados. La mala alimentación y el hacinamiento continuado en un recinto reducido y oscuro favorecieron la propagación de la disentería y, sobre todo, del beriberi, un mal provocado por la carencia de vitaminas de los alimentos frescos y que causa una debilidad progresiva e incluso la muerte si no se recibe tratamiento. Hasta el final del asedio murieron 15 defensores por estas enfermedades, entre ellos los oficiales De las Morenas y Alonso Zayas, por lo que tomó el mando del destacamento el teniente Saturnino Martín Cerezo.
En otoño, el teniente ordenó una salida nocturna para conseguir fruta fresca y airear el recinto, lo que conllevó la mejoría de los enfermos.
Los soldados celebraron la Navidad de 1898 "con estrépito", incluso improvisando un concierto con cornetas, tambores y latas de petróleo vacías usadas como instrumentos. No sabían que apenas quince días antes el Gobierno español había firmado con Estados Unidos un tratado de paz por el que cedía a éstos sus posesiones de Cuba, Puerto Rico y Filipinas a cambio de 20 millones de dólares.
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Emilio Aguinaldo |
Los filipinos, que en febrero de 1899 se rebelaron a su vez contra la ocupación norteamericana, volvieron a intentar dar a entender a los defensores de Baler que habían perdido la guerra, pero estos no cedieron.
A finales de mayo se libró el último gran combate, cuando los tagalos intentaron inutilizar el pozo de agua para rendir de sed a los sitiados. Poco después llegó desde Manila un alto mando español (el teniente coronel Aguilar) con la misión de instar a los defensores a abandonar la resistencia. Para demostrarles que la guerra había terminado les dejó un fajo de ejemplares del periódico madrileño El Imparcial con noticias al respecto. Pero los defensores consideraron que se trataba de falsificaciones.
Pero viendo ya que las fuerzas mermaban y que las provisiones estaban agotándose, y al final dándose cuenta de que las noticias de la derrota eran ciertas, Martín Cerezo planeó una salida nocturna para abrirse paso hasta Manila. Antes de partir, el teniente destruyó el armamento sobrante y ordenó fusilar a dos soldados que mantenía presos desde febrero, acusados de intentar desertar. La claridad de la noche frustró una primera tentativa de salida. Consciente de que la marcha a Manila era una operación casi suicida, comunicó a su tropa la situación y propuso parlamentar con los filipinos para acordar una capitulación.
El 2 de junio de 1899 se arrió en Baler la bandera española (confeccionada, según se cuenta ya falta de otra cosa, con casullas de monaguillo y tela de mosquitera). Los 33 supervivientes depusieron las armas y fueron conducidos a Manila. Desde allí viajaron en barco hasta Barcelona, donde se les recibió como a héroes el 1 de septiembre de 1899. En la audiencia que les concedió la reina regente María Cristina, el teniente Martín afirmó que él únicamente había cumplido con su deber, a lo que le respondió al parecer la reina: "¡Ay, Martín!, si todos hubieran cumplido con su deber...".
Valor militar
El que fuera después primer presidente filipino Emilio Aguinaldo, mostraría su admiración por la “muy heroica” resistencia de los españoles en Baler. Los estadounidenses, por su parte, hicieron traducir las memorias del teniente Martín Cerezo como modelo de resistencia de una posición aislada.
En sus memorias, Martín Cerezo dijo orgulloso que ni un día dejó de ondear la bandera nacional en la iglesia. En el prólogo a las Memorias de Martín Cerezo, Azorín escribió: “¿Qué nación en Europa puede mostrar ejemplo de tal heroísmo?”.
Pero por inusitado que parezca, el Gobierno español apenas recompensó su sacrificio. En 1901 se concedió a Martín Cerezo la Laureada dotada con 1.000 pesetas anuales. Aunque alcanzó el generalato, sus ascensos los tuvo que pelear mediante recursos, porque para muchos oficiales y políticos era un personaje incómodo. No volvió a mandar tropa.
Los demás tuvieron que esperar hasta 1908 para que el Congreso les concediese una pensión: 60 pesetas mensuales, que también cobraron los parientes de los fallecidos.
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Homenaje a "los últimos de Filipinas" en la iglesia donde se refugiaron en 2002 |
Vigil de Quiñones se retiró en 1923 como comandante médico a los 61 años de edad. Pasó estrecheces y como sus medallas no estaban pensionadas solicitó al Ayuntamiento de Marbella, donde nació, una ayuda económica que se le negó. Murió en 1934.
Marcelo Adrián, uno de los mejores tiradores, solicitó un empleo en el Palacio Real, y estaba junto a los reyes cuando se proclamó la II República.
En la guerra civil, los héroes de Baler sufrieron como los demás españoles: perdieron hijos en ambos bandos
Martín Cerezo recibió en su casa la visita de unos milicianos a los que espetó que si querían matarle lo hicieran en la cama donde yacía enfermo. Los asesinos se conformaron con llevarse a su único hijo varón, de 18 años, y le mataron en Paracuellos.
En 1936, un sargento de la Guardia Civil mató a Santos González Roncal en Mallén (Zaragoza) por envidias. En 1945, cuando se estrenó la primera película sobre su gesta, quedaban vivos ocho de ellos y se les ascendió a tenientes honorarios. El más longevo, Felipe Castillo, natural de Martos (Jaén), falleció en 1964 a los 86 años.
Aunque hoy en España casi nadie recuerda esta efemérides de los 337 días de resistencia de “los últimos de Filipinas”, en 2002, el Gobierno filipino declaró el 30 de junio como Día de la Amistad Hispanofilipina “para recordar el acto de benevolencia que ha allanado el camino para tender una mejor relación entre Filipinas y España” y “para conmemorar los lazos culturales e históricos, la amistad y la cooperación entre Filipinas y España”. En el acto se interpretó el himno de los dos países y se depositó una corona de flores ante la Iglesia de San Luis, en la que una lápida en inglés recuerda a los soldados españoles.
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