Las mujeres vinculadas a un monasterio medieval, pertenecían, por lo general, a la nobleza, eran cultas y tal vez monjas, pero no necesariamente esto último.
Tuvieron en la Edad Media un papel muy importante y temprano en la creación de manuscritos, transmisores de conocimiento y cultura.
Monasterios medievales
Al principio los monasterios (en todas las religiones) no eran otra cosa que lugares lo más alejados posible de la civilización para que los ermitaños, seres solitarios, se dedicasen a la oración y la vida contemplativa.
Para los cristianos, la vida monástica empezó poco tiempo después de la muerte de Jesús. Estos “monjes” compartían sus posesiones y llevaban una vida de entrega a Dios. Al principio vivían solos, pero pronto decidieron unirse y habitar en cuevas o chozas construidas por ellos mismos. Era una vida de oración en comunidad.
Después, cuando estas comunidades orantes empezaron a masificarse se vio la necesidad de que estuvieran regidas por reglas para la buena convivencia y la organización. Las primeras reglas de que se tienen constancia fueron las de San Benito (benedictinas) en el siglo VI, que luego servirían de base para otras órdenes. Los seguidores de san Benito hacían tres promesas: abandonar todas sus posesiones personales (voto de pobreza), no mantener relaciones sexuales (voto de castidad) y seguir las reglas de la vida monástica obedeciendo al abad (voto de obediencia).
Más tarde aparecieron otras órdenes que establecieron sus propias reglas a seguir (cistercienses, franciscanos, dominicos...), tanto de carácter espiritual como práctico y sobre la vida de los monjes (vestuario, comida, horas de sueño, trabajo, etc.).
En la Edad Media, los monasterios evolucionaron completando su entorno con granjas, hospitales y otros edificios.
Pero posteriormente, y a diferencia de las órdenes monásticas (benedictinos y cistercienses), las nuevas órdenes mendicantes (franciscanos y dominicos), establecían sus casas-conventos en las ciudades emergentes y no en despoblados, profesaban la pobreza y se dedicaban a enseñar en las nuevas universidades. Sus miembros eran conocidos como “frailes”.
Durante los siglos VI y VII se fueron desarrollando gran cantidad de monasterios observando las reglas que redactaban los propios monjes.
Monasterios femeninos
Los monasterios cristianos de mujeres empezaron a existir casi al mismo tiempo que los de los clérigos. Comenzaron al amparo de conocidos personajes de la religión, siendo las primeras abadesas hermanas o familia de dichos religiosos, o simplemente mujeres de su confianza a las que otorgaron la dirección de algún cenobio.
Allí vivían estas “monjas” bajo reglas y ordenanzas ya conocidas, observadas también por los monjes, aunque en algún momento podían ser algo especiales.
El velo se utilizaba desde los primeros tiempos en que las vírgenes eran consagradas, tradición que fue muy extendida desde el fin del siglo IV.
Con la llegada de las órdenes mendicantes —llamadas también de predicadores— en los primeros años del siglo XIII, se multiplicaron los conventos o monasterios femeninos. Fueron conventos muy cercanos a la ciudad, o dentro de ella, pertenecientes a los franciscanos y a los dominicos.
Los conventos no se diferencian de los monasterios ni en tamaño ni utilidad. Los conventos no eran edificios más pequeños que los monasterios, ni eran los edificios destinados a las mujeres (o también a aquellos centros que se encuentran dentro de las ciudades), sino que estas dos palabras se utilizaban indistintamente.
Pero en la Alta Edad Media también surgieron y proliferaron los monasterios dúplices, es decir, aquellos en los que habitaban tanto monjes (capellanes para la asistencia sacramental) como monjas. Su origen está en las casas familiares cuando toda una familia tomaba la decisión de llevar una vida en clausura y formar una comunidad monacal, teniendo también sus reglas.
En los monasterios más ricos el número de capellanes era elevado, por lo que en la práctica, aunque las comunidades femeninas y masculinas no vivían juntas, tampoco estaban necesariamente aisladas ni existía un cierre completamente estricto entre ellas. Participaban juntos en los coros, se encontraban en las procesiones y compartían muchos actos de la vida cotidiana. Los capellanes entraban también a las zonas de clausura.
Con el tiempo se cometieron tantos excesos que la Iglesia tuvo que redactar un texto llamado Regula Communis. En esta regla reformadora había una sección que se ocupaba de organizar la distribución material de la casa: todos los espacios debían ser dobles para que la comunidad femenina estuviera separada de la masculina; sólo podían compartir la sala capitular, y dentro de ella, separados por grupos femeninos y masculinos. Los dormitorios debían estar bien alejados unos de otros.
Llegó un momento en que tales conventos fueron suprimidos, pero todavía en el siglo XII, las llamadas monjas tuquinegras seguían conviviendo en sus monasterios con monjes varones que ofrecían protección; estos monjes eran conocidos como milites. Algunas iglesias pertenecientes a estos conventos se conservan todavía.
Clausura no tan estricta
Nuevos estudios sobre la religiosidad femenina en los monasterios de la Edad Media apuntan a que era frecuente que estas “monjas”no respetaran tan estrictamente la clausura.
La organización monástica no debió de ser la misma en los diferentes periodos de la Edad Media, ni tampoco en todos los territorio ni tampoco en los grandes establecimientos protegidos por la alta aristocracia o la monarquía, donde las poderosas damas allí instaladas disfrutaran de una mayor libertad que en los centros más modestos.
La intervención laica (regia y aristocrática) de estos poderosos monasterios explicaría en cierto modo la laxitud en el respeto a la clausura ya que la vida monástica estaba más condicionada por el estatus social elevado de las monjas que por su condición de religiosas.
Salían habitualmente para visitar a su familia (y sus familiares iban a visitarlas a ellas) o confirmar donaciones al monasterio, y también entraban laicos a las zonas de recogimiento. Tampoco era raro que en estos monasterios llegaran a residir mujeres no religiosas, como por ejemplo, la figura de la domina, una laica, perteneciente a la familia fundadora del convento, que gestionaba los aspectos económicos del centro y que llegaba incluso a imponer su autoridad sobre la madre abadesa.
Esta relajación en el respeto de la clausura de estas “damas-monjas”, como la cohabitación de comunidades de mujeres con capellanes, entre los siglos XII y XVI, afectaron sobre todo a las órdenes benedictinas y cistercienses y no a las más modernas: franciscanas y dominicas.
A pesar de que los sucesivos movimientos monásticos reformistas intentaron reorganizar esta convivencia e imponer a las mujeres la clausura, en la práctica no parece que la situación cambiara notablemente. Parece difícil que las damas instaladas en estos monasterios fundados por sus poderosas familias pudieran ser sometidas con facilidad a las exigencias de la clausura y, de hecho, muchas pruebas indican que no fue así.
Ni siquiera la condición de monja era necesariamente estable, no resultando infrecuente que algunas damas registradas en la documentación bajo esa denominación aparezcan más adelante sometidas al vínculo del matrimonio.
Cultas y amanuenses
Pero hay otro dato muy curioso y sorprendente en las investigaciones recientes sobre el tema de los monasterios femeninos.
En la Edad Media, los libros en general se solían crear en los monasterios y estaban destinados a ser usados por monjes y nobles. Algunos de ellos estaban embellecidos con pinturas y pigmentos extraordinarios, como pan de oro y azul ultramar (obtenido a partir de la piedra semipreciosa lapislázuli, reservado para los artistas con mayor pericia).
Sin embargo, al igual que los hombres, sobre todo los monjes, había mujeres monacales de la Edad Media que también produjeron textos y los iluminaron bellamente, usando para ello pigmentos poco habituales y lujosos (también comunidades femeninas llamadas "beguinas" también copiaron manuscritos).
No obstante, resulta complicado averiguar la identidad de quienes elaboraban estos textos porque con frecuencia los escribas (o amanuenses) no firmaban su trabajo. Menos aún las mujeres. De hecho, antes del siglo XII menos del 1% de los libros en las bibliotecas de los monasterios llevaban títulos o nombres de mujer. De ahí que se hubiera asumido que eran los monjes los encargados de los manuscritos.
Estos estudios que están viendo la luz en los últimos años (incluso con el descubrimiento de dentaduras con rastro de lapislázuli entre sus piezas) revelarían que también las mujeres que vivían relacionadas con estos monasterios, a pesar de la escasa visibilidad de su trabajo, eran cultas, además de productoras de manuscritos y consumidoras de libros.
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